Cuando llegamos a Estonia sabía sobre el país que la capital era Tallin y que las chicas eran en su mayoría rubias, y de lo primero no estaba muy seguro. Tras un mes por estas tierras uno ha ido descubriendo muchas más cosas, de hecho me gusta alimentar mi ego pensando que soy de los españoles que más saben sobre este lugar ahora mismo. Que se me olvidará pronto, también lo sé.

Así que hoy toca hablar de la presencia rusa en Estonia, no tanto desde la prespectiva histórica que para eso ya tenéis la Wikipedia sino más de nuestras viviencias sobre el terreno. Solamente para contextualizar a los incultos como yo, este país perteneció a la USSR desde 1944 y hasta hace solo 20 años. ¿Cómo puede afectar este hecho a una nación? Pues la primera conclusión es que hay, diciéndolo de manera suave, cierto odio hacia lo ruso. Cuando un estono es preguntado por su opinión acerca de los rusos que todavía pululan por aquí, digamos que la respuesta equivaldría a cuando nosotros decimos «Yo no soy racista, PERO…». ¿Me se entiende, no?

Aunque yo, pacifista de pro, estoy en contra de todo odio, puedo llegar a entender esta manía, porque los hijos de Lenin hicieron bastante daño por aquí. Es curioso como en nuestro territorio, las salvajadas de los nazis son muy conocidas y criticadas, pero a riesgo de equivocarme, las malifetes soviets no han llegado tanto al oído del españolito común, es más, diría que el tema del martillo y las estrellitas es en ocasiones un símbolo «cool». Preguntadles a los estonos lo que opinan de él… bueno a los estonos, letonos, lituanos o polacos, que después de dos meses de viaje hemos visto que aquí nadie guarda buen recuerdo de los guardianes de Siberia.

Si a alguno le interesa este tema (no creo, la Liga ya ha empezado) o quizás mejor, si alguien ha estado, está o cree que estará en Estonia, le recomiendo fervientemente el documental The Singing Revolution, que explica de manera bastante comprensible y emotiva (yo lloro hasta viendo Terminator, así que mi lágrima está bastante devaluada, pero viendo cantar en el mismo lugar a un tercio de un país o formando una cadena humana de 600 km como métodos de lucha contra el régimen opresor es una emoción seguramente más real que ver a Arnold hundiéndose en un lago de lava mientras levanta el dedo pulgar) lo que pasó por ahí esos años. Creo que son más de 90 minutos de chapa y pintura, pero a mi de entrada me amenizaron uno de los tantos viajes en autobús que hemos hecho estos meses. Y de salida me hicieron comprender lo que es un nacionalismo verdadero, gente luchando por sus tierras de manera realmente especial, no como algunos (me incluyo) que se creen patrióticos por cantar yo soy español porque alguien vestido con La Roja pero con la cuenta bancaria en la República de Bananalandia ha marcado un gol, o otros que ovacionan emocionados al sueco o camerunés de turno que grita Força Barça i Visca Catalunya, y al día siguiente dice que siempre ha llevado a Milán en el corazón.

Pero dejemos las polémicas para otra ocasión o para que nuestros queridos lectores se peleen en los comentarios. Ahora me gustaría ver algún documental del otro bando para contrastar la información, que no es bueno leer solo El Mundo o solo El País, pero a la espera de que lo encuentre me leeré la ópera prima de Hergé, a la que quizás encuentre por fin el sentido.
Estas últimas líneas las escribo desde el avión Poznan – Barcelona (Alex se fue el viernes desde Krakow, motivos personales), así que si esto está publicado significa que finalmente llegué a la ciudad condal (no hay wifi en el cielo, ¡San Pedro espavila!). Por mi parte esto es todo y me despido hasta la próxima ocasión, dejo aquí el mapita del recorrido final para cuando escribamos nuestras memorias. Un saludo a todos, especialmente a mi mismo, que dentro de 20 años seré de los pocos que aún relea estas líneas…















