Los que crecimos a orillas del Mediterraneo pasamos nuestra infancia desoyendo los consejos de nuestras madres sobre la peligrosidad del mar y lo traicionero que este puede ser. Hemos necesitado 28 anhos y 6000 kilometros para tener que volver a reconocer que nuestras progenitoras tenian razon.
Estabamos en un paraje de ensuenho: playa sin nadie, mar en calma, palmeras, cocos en la arena… y una pequenha isla de arena emergia a un par de cenetenares de metros de la orilla. En la isla solamente habia un solitario palafito de canha y nada mas. Parecia un lugar idilico digno de ser visitado. Los intrepidos Casas y Casero decidieron emprender la travesia a nado, animados por la supuesta cercania y por la calma del oceano.

Tras varios minutos de nado nuestro rumbo se empenhaba en torcerse y la isla en vez de acercarse se alejaba. Primeros nervios. En una reunion con caracter de urgencia en alta mar, decidimos que la mejor opcion era regresar a la playa, asi que emprendimos el camino inverso.
Pocos minutos despues el puto oceano se nos tragaba. La corriente nos arrastraba mar adentro y las olas eran cada vez mayores. El cansancio comenzaba a pasar factura y la playa seguia a la misma distancia.
En ese momento vi a la muerte, cara a cara, aguantandome la mirada. Cuando miras a la muerte a los ojos tienes un segundo para pensar en muchas cosas, pero solo te quedan dos caminos: dejarte arrastrar por ella o escupirle en su cara y bramarle: «No sera hoy!». Y la opcion que tomamos obviamente fue la segunda…

Y asi fue. Unicamente a base de cojones y guiados por el espiritu de las batallas mas Epicas, supimos mantener la calma y la cabeza fria y pudimos llegar a la arena, sanos y salvos y fundirnos en un calido abrazo.
Leccion aprendida: la muerte puede vestir de azul turquesa y ponerse la careta de un mar apacible. Pero la realidad es que el oceano es tan hijisimo de la puta que puede dejarte sin vida en no demasiado tiempo. Mama, a partir de ahora te hare caso.














