BSO: Correcaminos, estate al loro; de Extremoduro.
Después de mi sufrida excursión al Machu Picchu, solamente me quedaba un paso para sacarme definitivamente el título de Correcaminos: la caminata hasta el Choquequirao, lo que seguramente será un nombre desconocido para cualquier lector del blog, como lo era para mi pocos días antes de embarcarme hacia allí.
El Choquequirao son otras de las muchas ruinas incas que salpican todos los alrededores de Cusco, en Perú. Lo que más llama la atención del lugar es su complicadísima accesibilidad, circunstancia que lo mantiene lejos de los circuitos turísticos más habituales.
Dicen que es la hermana sagrada del Machu Picchu, por sus múltiples semejanzas. Si bien es cierto que el paraje es espectacular, a mi humilde modo de ver las cosas, lo es menos que su hermano más conocido. Aún así, tiene una serie de cosas que lo hacen mucho más entrañable, enigmático y encantador.
Hablemos primero de los accesos: la manera más rápida y cómoda de llegar al lugar es una sucesión de buses y taxis de cuatro horas hasta un pueblito llamado Cachora y después una señora caminata de 32 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Aunque la kilometrada de 64 km pueda asustar al personal, os aseguro de primera mano que no era lo peor del camino, ni mucho menos. Lo peor es el desnivel acumulado, algo criminal, de más de 3500 metros. Para que nos vayamos haciendo una idea, en montañismo se considera que una ruta es de «dificultad alta» a partir de los 1000 metros de desnivel.
El grupo de osados valientes estaba formado por una representación mundial con un componente por continente: desde la lejana Oceanía llegó Glen; Susana, peruana por tanto sudamericana, la local del grupo; David, representando a América del Norte, desde la mejor isla del Caribe, Puerto Rico; 이은정, venida desde la asiática Corea del Sur y un servidor, representando a la vieja Europa. Solamente nos habíamos visto en un par de ocasiones pero todos teníamos la determinación y dicho sea de paso, la poca información para, sin una preparación específica, mandarnos a cruzar los Andes a pie.


Todo empezó con un madrugón de los de las cuatro de la mañana para montarnos apretujados durante más de tres horas hasta el pueblo de inicio. A partir de ahí se desvanece cualquier posibilidad para avanzar en algún medio que no sea la tracción animal o humana.
Se sale bordeando los 3000 metros sobre el nivel del mar. La parte más cómoda, los primeros once kilómetros, de falsos llanos tanto descendentes como ascendentes precedía a un interminable descenso de prácticamente diez kilómetros que acababa en un río, a poco más de 1300 msnm. Es decir, de una tacada un desnivel de más de kilómetro y medio, pero como era hacia abajo, acusamos solamente la fatiga de las horas de caminar y el dolor de piernas consecuente con el camino recorrido.

Llegamos cansados tras unas siete horas de caminata y decidimos acampar allí. A las siete de la tarde dormíamos como benditos en el duro suelo a la espera del alba para proseguir la ruta. Lo que venía después era la parte más dura: siete kilómetros de pura subida, sin ningún descanso, donde se volvía a bordear la cota de los 3000.
Haciendo unos pocos cálculos bastante rudimentarios sale una pendiente media durante esos kilómetros de casi el 27%. Para que nos hagamos una idea, el famoso Angliru tiene una pendiente media del 10.13% y su mayor rampa es de casi el 22%. O el mitificado Mortirolo en su pendiente máxima no alcanza siquiera el 19%. En fin, cinco horas de ascensión más que durísima, muchas de ellas a pleno sol.
Al final de la rampa, tras una serie de controversias y desavenencias, seguramente producidas por el cansancio, decidimos separar los grupos, produciéndose la verdadera selección natural de personas Épicas. Así pues, el grupo reducía sus unidades a solamente tres: David, Eunjung y yo.
Para alcanzar la gloria, ya solamente quedaban tres o cuatro kilómetros, dónde no hay un solo metro llano, pero que al menos las sudadas subidas se compensan con incómodos descensos. Decidimos volver a acampar y continuar con la visita al día siguiente.
La mala suerte hizo que en la separación del grupo, nuestros excompañeros se llevaran los palos de nuestra tienda de campaña, por lo que tuvimos que improvisar alguna solución de urgencia.

Nos sentíamos unos privilegiados, y en realidad lo éramos. Hasta ese punto solamente las personas verdaderamente privilegiadas pueden llegar.
En primer lugar los privilegiados físicamente hablando, como nosotros, que tras esforzar el cuerpo al máximo hasta llevarlo al límite, subimos dejándonos la piel en cada paso; sufrimiento que cada uno llevaba como podía: David maldecía, protestaba, bromeaba y gritaba, siempre sin perder su caribeño sentido del humor; cuando no podía más, se abrazaba fuerte a un árbol para captar su energía. Eunjung, la persona que siempre sonríe y nunca cambia la cara por fuerte que sea la pendiente, devoraba la comida que hurtaba a escondidas en cada momento de debilidad. Éste que escribe trataba de dejar la mente en blanco u ocuparla con algún pensamiento más positivo que el sufrimiento físico extremo y sucedía los lentos pasos con gritos de ánimo a sus compañeros.

Pero lamentablemente el poder del dinero llega también bien arriba y tuvimos que compartir camino con el segundo tipo de privilegiados: los de buena cartera. Compartimos camino con diez adinerados norteños que hicieron el camino acompañados de ¡¡¡27 mulas!!! y un séquito de ocho porteadores, cocineros y arrieros, en lo que era un innecesario campamento de lujo ambulante, que les llevó, 600 dólares per cápita mediante, a absurdos tales como desplazar una caja con ¡200 huevos! a semejante paraje. Nuestros necios compañeros de campamento, viendo nuestras evidentes dificultades, cargando nuestro propio equipaje y comida, con una tienda de campaña sin palos y con el buen humor haciendo las veces de mula, no nos dieron ni los buenos días, por no hablar de unos calientes platos de sopa que les solicitamos y que nos negaron con la misma neciedad que anunciaba su absurdo campamento de diez sillas plegables, con panqueques de desayuno y mula con bombona de butano a cuestas.

Por la mañana, bien pronto, comenzamos la caminata definitiva, la que nos llevaría de una vez por todas a las ruinas soñadas. Una vez allí, hicimos la visita completamente solos, sin ver a nadie, tal vez cada varios minutos se cruzaba alguien por la otra punta del recinto. Fueron momentos mágicos: no era sólo el lugar dónde estábamos, que también. Eran tres días de caminar muchas horas, el cansancio haciendo mella en nuestros mal alimentados y poco descansados cuerpos, pero era una sensación de plenitud y felicidad dificilmente descriptible.


Además, estábamos en uno de esos parajes en los que mires dónde mires hay una buena foto: los nevados de más de 6000 metros presiden la estancia, las escarpadas montañas verdes lo rodean todo, las ruinas reposan en los lugares más dificultosos y una cuidada hierba verde es la alfombra sobra la que se pisa.



Lo gozamos, no os lo negaré, además de todo eso, almenos yo, sentía que tenía posiblemente a los mejores compañeros que podía tener. La felicidad era plena, sin embargo una idea intranquilizaba nuestras elevadas mentes: la vuelta.
Había que hacer el camino de regreso, tan duro como el de venida, con los cuerpos más castigados, con las ampollas floreciendo en los pies, cada vez con menos comida y, evidentemente, con el agua finiquitada y ya dispuestos a beber de dónde fuera menester, con la amenaza que supone la aparición de dolores estomacales o alivios líquidos.
Había que hacerlo y lo hicimos, y en aquellos millones de pasos que dí, con todo el cansancio acumulado, me di cuenta de algo importante. El cuerpo humano es una máquina casi perfecta, capaz de aguantarlo casi todo, lo que nos limita como especie, es la mente.
El cuerpo puede mucho más que la mente, que intenta convencerte de que pares debido a la fatiga, pero entonces, en esos momentos, cuando vas al límite y estás explorando rincones de tu existencia que desconocías, tienes que saber sobreponerte. Yo pensaba en ciclismo, jugaba conmigo mismo a comida mental, contaba mis propios pasos, trataba sin éxito de divisar el final del camino y después de eso, daba un paso más. Y vuelta a empezar.

El camino era muy duro, pero psicológicamente quizás lo era más. Una sucesión de kilómetros, todos en subida, en forma de zig-zag para poder avanzar en las duras pendientes. Llegabas a una curva, girabas, y otra pared. Y otra, y otra. Sin ver el final, hasta que llegaba y entonces es como si se abrieran las puertas del cielo.
En definitiva, toda una epopeya de sufrimiento y felicidad, rodeados de montañas y de ruinas en la mejor compañía. Si quieren disfrutar de vivencias no sólamente Épicas, sino Epiquisimas, por favor, trabajen sus mentes para poder exigir a sus cuerpos. Las aventuras más Épicas están reservadas solamente para las personas con Mens sana in corpore sano.
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Hemos abierto un nuevo picasa donde ya podeis ver las fotos completas de esta nueva aventura. Podéis verlo pinchando directamente aquí, o en los lugares habituales.
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De regalo, algunas fotos más:




































